Por José Llamos Camejo (exclusivo para La Voz de Vietnam)
Muy pronto los ojos intentarán saborear, pero el viajero no lo sospecha, porque la nave aún planea sobre la noche anamita, a más de 15 mil pies de altura; en pocos minutos entrará como en el umbral de una supernova. Adentro impera el silencio, afuera, la oscuridad.
No hay palabras, solo el tanteo sigiloso de la vista impaciente detrás de las ventanillas, miradas que se pierden en la penumbra, tratando de adivinar el paisaje, sin más auxilio que el resplandor sutil de las estrellas y algunas luces artificiales, esporádicas y lejanas.
Dragón en ascenso, el símbolo histórico de Hanoi
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Ha transcurrido casi una hora desde el inicio del vuelo en la ciudadela imperial de Hue. Atrás han quedado cerca de 540 kilómetros y cinco jornadas de aprendizaje y fraternidad, emprendidas precisamente en el mismo sitio por donde se dispone a aterrizar el avión.
Un minúsculo centelleo, como de luciérnagas, aparece en el horizonte; poco a poco la imagen se acerca, se agranda, se hace nítida. De pronto… se rompe el silencio; una voz femenina anticipa algo -en lengua vietnamita primero, luego en inglés-; el viajero logra descifrar claramente un vocablo: Hanói; ha comenzado el descenso.
Casas antiguas y edificios nuevos alrededor de los lagos tranquilos de Hanoi por la noche
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En medio de la noche, la capital vietnamita ofrece una estampa completamente distinta a la de cinco días antes, cuando el viajero la contempló por primera vez -igualmente desde el avión-, pero bajo un sol matinal; entonces Hanói le pareció una maqueta gigante; edificios que parecen cumbres del Himalaya, sobresalían a lo lejos entre inmuebles de diversas tonalidades y alturas.
Y es que, en horario diurno, cuando faltan pocos minutos para tocar pista en el vistoso aeropuerto Noi Bai, el visitante solo puede captar generalidades de la fisonomía de Hanói; pinceladas breves, aunque sorprendentes. Será después, en la aventura inolvidable de recorrerla, cuando le impresionarán la belleza y longevidad de no pocos inmuebles antiguos, aferrados a sus estilos originales.
El céntrico lago Hoan Kiem, o de Espada Restituida, en la milenaria ciudad de Hanoi
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Más que construcciones, son memorias de siglos reatando a la geometría, es la imaginación frente al desafío de la arquitectura, estampas que reviven en la mente del forastero una observación de José Martí!: “los anamitas parecen plateros finos en todo lo que hacen”.
Pero la noche le depara a la ciudad una apariencia distinta, aunque igualmente bella; ese ambiente nocturno sin alboroto, y al mismo tiempo tan sano, tan animado y seguro, en el que hasta los gustos más exigentes encuentran una opción agradable, acentúa el atractivo de la urbe que celebró su primer milenio en el dos mil diez.
El Gran Lago (o del Oeste) y la calle Thanh Nien, brillante en la noche
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Quizás, junto al récord Guinness por su mural cerámico de 810 metros de longitud -el más largo de su tipo en el mundo-, Hanói merezca un galardón similar por sus luminarias. El viajero presume que en la cosmopolita ciudad, de cerca de 7 millones de habitantes y 921 kilómetros cuadrados de superficie, existen más bombillas que gentes.
Más allá de su utilidad práctica, el alumbrado en Hanói cumple funciones estéticas, aún en aquellas áreas que lucen como polvoreadas con faroles artificiales. Luces de los más variados colores, tamaños, formas e intensidades, aparecen por todos lados en los espacios públicos; luces orientadoras, que permiten leer los anuncios -a veces desde cientos de metros-, y que facilitan el camino a los visitantes empeñados en localizar un hotel, un restaurante, un centro comercial o una discoteca; luces que multiplican los encantos de la ciudad.
El mural cerámico de Hanoi, el más largo de su tipo en el mundo, es producto de la creatividad nacional y la cooperación internacional
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Hanói jamás será un lugar en penumbra; porque, más que esas luces artificiales, la iluminan su historia, su gloria, y el inmortal ejemplo de Ho Chi Minh. Al andar por sus calles, al hablar con su gente y pulsar lo que aman y lo que sueñan, el viajero tomó conciencia de esa verdad, y descubrió que a la urbe le sienta bien el título de Ciudad de la Paz, que la UNESCO le concedió en 1999.
Cinco días atrás, antes de verla en plena mañana, cuando estaba a punto de aterrizar por primera vez en Hanói, el viajero no la imaginó tan cautivadora; cinco días después, a mitad de la noche, cerca del majestuoso Noi Bai, el avión desciende como al umbral de una supernova; abajo centellea la capital vietnamita. No hay palabras, solo miradas que se pierden entre el paraíso de luces; ojos que, en vez de mirar, saborean.