Por José Llamos Camejo (exclusivo para La Voz de Vietnam)
Cuando aquel hombre regresó de Vietnam, llevó consigo un atardecer y un valle del sur vietnamita, y los fijó a una pared de la sala de su casa, en Guantánamo, Cuba. Así le adicionó un atractivo y un significado especial al espacio donde vive, sueña, descansa y departe con su familia.
Tras una visita especializada a un central azucarero en Vietnam, Sol Enrique-segundo de derecha a izquierda- posa junto a otros técnicos vietnamitas.
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“Disfruto doblemente este paisaje; cada vez que lo miro percibo el encanto de la primera vez, aunque lleva casi treinta años en mi poder; es una reliquia, un recuerdo de mi estancia en aquel país tan distante y a la vez tan cercano”, confiesa el protagonista de esta historia, mientras desliza uno de sus dedos sobre el dibujo que “me regalaron allá, como recuerdo de una de las etapas más hermosas de mi vida”.
La obra recrea una escena típica de la campiña anamita. Allí, donde la biota enaltece sus atributos y el campesino impone sus mañas de labrador, madre natura y labriego armonizan en un espectáculo espléndido y recurrente, que resalta la utilidad de la tierra y el valor del trabajo como fuentes de vida, bienestar y prosperidad, al tiempo que hace notar los encantos de la propia naturaleza.
“Tengo un paisaje vietnamita en mi casa y a Vietnam entero en mi corazón”, sugiere Fernández Vega…
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Pinceladas casi metafóricas, retoques sugerentes e inflexiones discursivas visibles en la pluralidad tonal de la obra plasmada en una superficie rectangular de madera, exaltan la magia, la gracia y lo intenso de la interacción hombre-naturaleza en los campos de la nación indochina. Siluetas de nubes, -variadas en apariencias, y volubles en proporciones-, asoman en lontananza por encima de las colinas que circundan un valle campestre.
Abajo, junto al riachuelo, las cubiertas de unas casitas replican migajas de luz que reciben del astro rey; alrededor agitan sus ramas hirsutas, los pocos árboles de la huerta; del lado opuesto se aproxima un puñado de garzas en vuelo, atraídas, tal vez, por el surco que abren entre el arado, los bueyes y un campesino.
El esplendor natural de la tierra anamita, su agricultura -tradición ancestral-, y el sombrero en forma de cucurucho, sobre la cabeza del labrador, son elementos que interactúan en un escenario real y animado; el artista los relaciona, los recrea, le pone imaginación, hasta que asoma el Vietnam laborioso, ése que nos contempla desde la pintura de Sol… Me detuve ante ella, nadie logra evitarlo; pero en verdad fue otro el motivo de mi visita al hogar que la aguarda. Llegué atraído por una obra más grande y hermosa: la obra de fraternidad y hermandad que Sol Enrique Fernández Vega ayudó a erigir en la patria de Ho Chi Minh.
LA PARTIDA
Un día de octubre de 1987, su familia lo despidió en Guantánamo. El cubano se estremeció al apretar en el pecho a sus dos pequeñas -una de seis años de edad, y a la otra de apenas seis meses-; la primera sollozó; la segunda improvisó un balbuceo; a él se le cortó la respiración, “pensaba en cuanto tiempo debíamos esperar para el próximo abrazo”.
En uno de los numerosos hogares vietnamitas que lo acogieron como a una familia más
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“Fue duro, estaba a punto de iniciar una separación que se me antojaba infinita en la geografía y en el tiempo, pero no vacilé en hacerlo, era mi deber”, confiesa. Cuenta que al partir disimuló como pudo, lo difícil de aquel adiós. María Emilia, su esposa, no pudo ocultar sus lágrimas ni su orgullo, “de un lado me dolía mucho aquella separación; del otro me parecía justo que mi esposo decidiera ayudar a un pueblo hermano, valiente y necesitado, como Vietnam, que a tan alto precio había conquistado su libertad”.
Las jornadas se les antojaron eternas. “Hora tras hora devorábamos kilómetros y kilómetros, sin llegar”. Primero, de Guantánamo hasta La Habana, luego en avión, con varias escalas entre la capital cubana y su homóloga vietnamita, en esa ruta coincidió con dos compatriotas que se dirigían a Dong Hoi con la misión de enseñarles idioma español a jóvenes de esa localidad, quienes viajarían a Cuba posteriormente, para formarse como profesionales de la salud.
EN TIERRA ANAMITA
“Me enamoré de los templos, de los lagos, de las pagodas Hanói, donde permanecí varios días alojado cerca de un hotel colonial de arquitectura francesa, “bellísimo, como tantos sitios allá, eran cosas nuevas, desconocidas, no me cansaba de mirarlas”.
Este jarrón figura entre las reliquias que guarda el guantanamero, como recuerdo de su estancia en la patria de Ho Chi Minh
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Días después emprendió el camino a Bien Hoa, cabecera provincial de Dong Nai, en el sureste de la nación, destino final del especialista cubano. De Hanói a Dong Nai fue por carretera; “en ese trayecto me di cuenta de que había llegado a un país precioso, me impresionaban su geografía, el paisaje, los bosques, los ríos, todo”.
Pero la destrucción que había dejado la guerra era grande; desde el final de las operaciones militares habían pasado más de diez años, y aún las secuelas eran visibles hasta desde un vehículo en movimiento; “en el camino vi por primera vez a gente mutilada; y eso también me impactó muy fuerte”, lamenta Fernández Vega.
Dong Nai marcaba un punto de giro en la vida laboral del joven ingeniero cubano; asumía “una tarea de gran responsabilidad, un capítulo nuevo, intenso, difícil, pero de alguna manera, reconfortante”. A disposición del programa azucarero en el hermano país, Sol Enrique ponía sus conocimientos de agronomía y su experiencia en el cultivo de la caña de azúcar.
MISIONERO EN DONG NAI
“La cuestión del idioma fue mi primer obstáculo, a principio pasé trabajo hasta para solicitar la comida, casi siempre los anfitriones me adivinaban el pensamiento, lo intentaban una y otra vez, fueron muy generosos conmigo”, dice, y añade que “pude resolver esa dificultad, gracias a un homólogo vietnamita que había estudiado en Cuba; trabajábamos juntos, y él conocía el español, después logré comunicarme mejor, pero antes tuve que trabajar por el día y estudiar en las noches”.
El ingeniero cubano también conserva este diploma firmado por Pham Van Dong , entonces Primer Ministro de la República Socialista de Vietnam
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Como asesor concentró sus esfuerzos iniciales en una granja; la estrategia consistió en “crear desde allí un referente tecnológico - productivo, cuya aplicación se ampliaría, poco a poco en lo sucesivo”. El trabajo en esencia consistía en aplicar tecnologías apropiadas, elevar los rendimientos agrícolas y reducir los costos de producción.
Era preciso diversificar las variedades de caña, para eliminar flaquezas en el programa azucarero; había que desarrollar capacidad para enfrentar posibles embates de plagas y enfermedades. Fue por eso que Enrique y otros cubanos “un día decidimos salir de excursión en busca de un banco de germoplasma para realizar el cruzamiento genético; nuestra exploración se extendió a la zona centro-sur de Vietnam; dio frutos”.
A pesar de las carencias en Vietnam se respiraba un espíritu innovador, y eso los ayudó mucho a encarar dificultades tremendas, comenta mi entrevistado, y parafrasea una expresión de Fidel: “las ideas no generan crisis, pero las crisis generan ideas”. Aclara que esa frase lo remite a Dong Nai, “donde la gente inventa hasta de la nada algo útil, y le encuentran solución a cada problema; los vi adaptar una cultivadora de maíz, para el trabajo en la caña; improvisar una fragua con una llanta de bicicleta; fabricar una azada con un casco de los que usan los militares; hacer una grada de púas para cultivar la tierra con animales”.
Y, “además de trabajadores, los vietnamitas son estudiosos e inteligentes en grado superlativo”, comenta Enrique; llevan incorporadas la bondad y la puntualidad, y son capaces de acometer tareas durísimas con resolución admirable, sostiene; “no es nada fácil, por ejemplo, rehabilitar extensiones de tierras devastadas por la guerra; ellos lo hacían para plantarlas de caña y de otros cultivos”.