Por: José Llamos Camejo
Un relato del cubano José Martí, introdujo a Vietnam en la geografía de mis sentimientos, en una fecha imprecisa de mi niñez, cuando aún no había cumplido los diez años de edad.
Husmeando entre las páginas del último número de la revista La Edad de Oro, publicada en octubre de 1889, encontré aquel título que invitaba a Un paseo por la tierra de los anamitas, y allí empecé mi aventura.
Renglón tras renglón, el relato fue mostrándome a Vietnam con sus tradiciones, su naturaleza espléndida, la cultura de siglos, el ingenio y la bravura del pueblo que ha sido capaz de enfrentar y vencer la furia de imperios y dinastías.
En un pasaje conmovedor de la narración, Martí describe “a un moribundo, a un monje que pedía limosnas y a un viejo pobre, vestido de harapos”; leyéndolo sentí una mezcla de ira, impotencia y el dolor.
“El cargador que se muere joven del cansancio, tirando del coche de dos ruedas” es una imagen de Vietnam descrita por José Martí en su obra "Un paseo por la tierra de los anamitas"
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A principio de los años setenta del siglo pasado, mientras los vietnamitas se batían y crecían ante los ojos del mundo, frente a la barbarie imperial, una voz, en nombre de Cuba, advirtió que “por Vietnam estamos dispuestos a dar hasta nuestra sangre”.
Con esa frase, Fidel resumía el sentir del país en el que crecí rebosado de afecto y admiración por Vietnam, me conmovieron sus luchas, me estremeció su dolor, y, como toda la isla, vibré de alegría cuando llegó la noticia de que había caído Saigón.
Así, la nación entrañable y lejana, la tierra de hazañas homéricas, la que tantas veces mi imaginación se aventuró a recorrer a través de relatos, periódicos, discursos, documentales y anécdotas, se perpetuaba en la historia.
Treinta y nueve año después de aquella victoria, y por encargo de la Unión de Periodistas de Cuba, llegó la oportunidad de hacer realidad la imaginaria aventura de mi niñez; esta vez la expedición partió de La Habana.
Y cuando Hanói se aproximaba al vigésimo primer sol de octubre, traspasé el umbral de la terminal aérea Noi Bai; quedé pasmado; era otro país en el mismo espacio geográfico.
Un complejo de edificios modernos en Hanoi, capital vietnamita
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Ya no existe en Vietnam “el cargador que se muere joven del cansancio, tirando del coche de dos ruedas”, como aquel que agoniza en la prosa de José Martí. Ahora los vietnamitas andan en coches, tan modernos como las motocicletas, aunque abundan menos que ellas; dicen que el país indochino registra la mayor densidad de motos por habitantes en el planeta.
Solo en Ciudad Ho Chi Minh, la más poblada de la nación, existen seis millones de esos vehículos de dos ruedas, es decir, uno por cada 1,23 habitantes.
Las motos imperan con superioridad absoluta en las calles de cualquier ciudad vietnamita, son las grandes protagonistas de agitados amaneceres y de escenas convulsas al final de las tardes, cuando las oleadas de vehículos intentan escapar del embotellamiento.
Vi la primera estampida de motos en ese país en la avenida que enlaza a Hanói con su magnífico aeródromo; la arteria ancha, majestuosa, infinita, parece un Mekong desbordado que se abre paso entre árboles y poblados, hasta el centro de la capital vietnamita.
Una calle de la ciudad de Hanoi en hora pico
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Recorrerla fue un espectáculo. Construcciones diversas, poblados, arbustos y sembradíos, desfilaron ante las miradas atónicas emplazadas en el interior del vehículo en marcha; a lo lejos los edificios parecen rasgarle el vientre a las nubes; todo un cuadro naturalista en sucesión cinematográfica; lindo contraste bajo una mañana sin sol. El paisaje nos redimió del cansancio, tras cerca de veinticinco horas de viaje.
Así empezó la primera de seis inolvidables jornadas de intercambios y recorridos por la patria de Ho Chi Minh; no hubo tiempo para el descanso, llegamos y en breve caminábamos por la milenaria Hanói, al otro día por Ninh Binh, luego por Hue, la antigua ciudadela imperial.
Templos, estatuas de budas, héroes legendarios, construcciones modernas, dioses de bronce, historias de reyes, palacios de madera, «pagodas con calles de estatuas, columnas y lagos en los patios, “la música extraña de clarín y de violinete”, irrumpían a cada paso, como si fueran páginas fugitivas de La Edad de Oro, dispersas sobre la insólita geografía.
El encanto de aquellos parajes ayudó a reducir el efecto que causan las once horas de diferencia entre La Habana y Hanói; por el día los ojos se refugiaban en la abundancia de atractivos exóticos, para no ceder a los reclamos del sueño que se ausentaba durante las noches.
Y así, unas veces evadiendo al cansancio, otras espantando al insomnio, recordaba que una vez el Tío Ho comentó la distancia entre Cuba y Vietnam: “…nuestros países geográficamente son antípodas (…) cuando uno duerme el otro está despierto".
Y comprendí que, en la tierra donde no existen montañas sin gloria, valles sin épica, caminos sin epopeya, es mejor no dormir. Vietnam, el país que Fidel y Martí me estamparon en las entrañas, en una fecha imprecisa de mi niñez, es una leyenda. (continuará)